Supongamos que los humanos de una remota posteridad, no
versados ni en la matemática ni en el aparato de investigación científica de
nuestra época, heredasen uno de nuestros manuales científicos. En él leerían, o
más bien descifrarían, afirmaciones tales como que la luz viaja a la velocidad
de 300.000
kilómetros por segundo, que el sol se encuentra a
148.000.000 de kilómetros de la tierra, y que la luz de la estrella más cercana
demora entre cuatro y cinco años luz en llegar a la tierra.
¿Qué podrían concluir de todo esto?
Es probable que algunos de ellos sostendrían que sus
antecesores tenían una facultad perdida para ellos y, en consecuencia,
atribuirían un significado místico a los dogmas no verificables; quizás, hasta
repetirían estos dogmas como posibles fórmulas mágicas. Pero no cabe duda de
que, en ausencia de medios de verificación o de cualquier concepto sobre tales
medios, el mejor sentido común de esa época descartaría las afirmaciones
considerándolas conjeturas infantiles o, a lo sumo, un abracadabra de salvajes.
Sólo unos pocos sospecharían que tal vez no éramos tan tontos como parecíamos,
y aceptarían provisionalmente la posible existencia de un método detrás de esa
aparente locura.
Este cuadro puede
servir para ilustrar lo que quizás sea nuestra situación respecto de la antigua
"ciencia" de la religión. Hemos heredado unos cuantos de los textos
que en una época circularon entre los iluminados de civilizaciones más o menos
extintas. Encontramos en ellos afirmaciones de idéntica exactitud e incredulidad,
sobre cosas de las que no tenemos conocimiento verificable.
Entre nosotros, al igual que entre nuestros descendientes
imaginarios, algunos están dispuestos a interpretar místicamente estas
afirmaciones tradicionales, a repetirlas como fórmulas mágicas y a suponer que
nuestros antepasados del antiguo Egipto, India, Persia y Siria poseían una
facultad perdida, el llamado sentido religioso. En realidad, quienes así opinan
son relativamente tan poderosos que su actitud hacia los dogmas heredados de la
antigua religión sigue siendo la norma respetable.
Sin embargo, el peso del sentido común se está dejando
sentir de manera lenta pero segura; y no está lejano el día en que la
inteligencia de nuestra civilización rehusará, explícitamente, interesarse en
afirmaciones grandiosas que aparentemente no son susceptibles de prueba.
Sólo unos pocos, muy pocos, seguirán sospechando que quizá
los Egipcios, los Budistas, los Pitagóricos y los Gnósticos eran gente muy
parecida a nosotros en lo que se refiere a facultades, y diferente sólo en la
misma forma en que nosotros seremos distintos de una remota posteridad carente
de nuestra ciencia; es decir, que eran dueños no de una facultad que no
heredamos, sino de un método o de una técnica perdida.
-- A.R. Orage