domingo, 19 de octubre de 2014

La antigua ciencia de la religión

 
Supongamos que los humanos de una remota posteridad, no versados ni en la matemática ni en el aparato de investigación científica de nuestra época, heredasen uno de nuestros manuales científicos. En él leerían, o más bien descifrarían, afirmaciones tales como que la luz viaja a la velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, que el sol se encuentra a 148.000.000 de kilómetros de la tierra, y que la luz de la estrella más cercana demora entre cuatro y cinco años luz en llegar a la tierra.
 
¿Qué podrían concluir de todo esto?
 
Es probable que algunos de ellos sostendrían que sus antecesores tenían una facultad perdida para ellos y, en consecuencia, atribuirían un significado místico a los dogmas no verificables; quizás, hasta repetirían estos dogmas como posibles fórmulas mágicas. Pero no cabe duda de que, en ausencia de medios de verificación o de cualquier concepto sobre tales medios, el mejor sentido común de esa época descartaría las afirmaciones considerándolas conjeturas infantiles o, a lo sumo, un abracadabra de salvajes. Sólo unos pocos sospecharían que tal vez no éramos tan tontos como parecíamos, y aceptarían provisionalmente la posible existencia de un método detrás de esa aparente locura.
 Este cuadro puede servir para ilustrar lo que quizás sea nuestra situación respecto de la antigua "ciencia" de la religión. Hemos heredado unos cuantos de los textos que en una época circularon entre los iluminados de civilizaciones más o menos extintas. Encontramos en ellos afirmaciones de idéntica exactitud e incredulidad, sobre cosas de las que no tenemos conocimiento verificable.
 
Entre nosotros, al igual que entre nuestros descendientes imaginarios, algunos están dispuestos a interpretar místicamente estas afirmaciones tradicionales, a repetirlas como fórmulas mágicas y a suponer que nuestros antepasados del antiguo Egipto, India, Persia y Siria poseían una facultad perdida, el llamado sentido religioso. En realidad, quienes así opinan son relativamente tan poderosos que su actitud hacia los dogmas heredados de la antigua religión sigue siendo la norma respetable.
 
Sin embargo, el peso del sentido común se está dejando sentir de manera lenta pero segura; y no está lejano el día en que la inteligencia de nuestra civilización rehusará, explícitamente, interesarse en afirmaciones grandiosas que aparentemente no son susceptibles de prueba.
 
Sólo unos pocos, muy pocos, seguirán sospechando que quizá los Egipcios, los Budistas, los Pitagóricos y los Gnósticos eran gente muy parecida a nosotros en lo que se refiere a facultades, y diferente sólo en la misma forma en que nosotros seremos distintos de una remota posteridad carente de nuestra ciencia; es decir, que eran dueños no de una facultad que no heredamos, sino de un método o de una técnica perdida.
 
-- A.R. Orage
 


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