miércoles, 11 de septiembre de 2013

La teoría del explorador (Capítulo 1 de 2)

 
Esta historia empieza con la clásica escena de una tormenta en altamar, y un barco que naufraga y botes que no alcanzan para todos.
 
"¡Mujeres y niños primero! ¡Mujeres y niños primero!"
 
Mujeres y niños ven al resto perecer entre las olas, y a los pocos días les toca la misma suerte. A la deriva en medio del océano, la vida en los botes se va apagando.
 
Excepto en uno de ellos, que es impulsado por una corriente hasta una isla desierta. Cuando el bote encalla en la arena, algunos bebes lactantes todavía se mueven. Son los únicos sobrevivientes a los días de sed y sol y sal. Las madres que los amamantaron, al igual que los niños más grandes, yacen inertes sobre el piso de madera. No resistieron a la falta de bebida y alimento.
 
Gateando, casi jugando, los pequeños bajan del bote y se internan en la isla. Esa noche, la marea crece y arrastra la embarcación mar adentro, sin dejar rastro. 
 
Milagrosamente, el instinto de llevarse cosas a la boca les permite a los niños continuar con vida. Comen tierra, que es hierro; ingieren pasto, hojas, plantas; escarban y devoran insectos, alguna raíz. Al cabo de unos años se desenvuelven en la isla como su hábitat natural. Crecen y construyen refugios. Inventan un lenguaje para comunicarse. Se reproducen.
 
A las nuevas generaciones se les ocurren nuevos inventos. La comunidad se expande y progresa.
 
Con el tiempo, algunos empiezan a cuestionarse cómo fue que llegaron allí, qué hacen en esa porción de tierra rodeada de agua salada. Se preguntan qué habrá más allá. Más allá del mar y más allá del cielo.
 
Ni siquiera los patriarcas, los más viejos, los que originalmente desembarcaron en la isla, que todavía viven, saben cómo llegaron ni qué están haciendo allí. Eran apenas lactantes y no tienen recuerdos de aquellos momentos.
 
 
 

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