En diferentes conferencias, dictadas por gente que trabaja
en las fronteras de la inteligencia artificial, escuché una idea escasamente
divulgada.
Al cabo de algunos años de labor, tratando de recrear la
acción del cerebro humano en una computadora, diferentes especialistas parecen
llegar siempre a una conclusión que recibe poca prensa: los procesos
intelectuales más admirados son, paradójicamente, los más burdos.
Las personas capaces de dilucidar la raíz cuadrada de un
número alto, o de delinear la fórmula para construir un puente, históricamente
han sido consideradas las "más inteligentes". Pero según comentan
diversos expertos, esas son tareas intelectuales básicas. Tan básicas que desde
hace varias décadas han sido replicadas por máquinas.
Otras actividades del cerebro, como el arte, la filosofía, o
la capacidad de emocionar a otra persona o de hacerla reír, son muchos más complejas
que una operación matemática o un cálculo físico. Tanto más complejas que,
después de todos estos años y todos esos miles de millones de dólares invertidos,
siguen siendo imposibles de reproducir por computadoras.
Por más obvia que resulte esta realidad, sin embargo, hay muchos
que prefieren no aceptarla.
Aceptarla implicaría admitir la necesidad de transformar
sistemas que se resisten al cambio.
El sistema educativo, por ejemplo, debería dar un vuelco drástico.
Debería dejar de enfocarse en lo más rústico del cerebro, como viene haciendo
desde hace siglos, y empezar de verdad a interesarse por desarrollar lo más
valioso de nuestra inteligencia.
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