El ego es el avatar del alma. El muñeco virtual del alma, en
este juego de apariencias.
Pero aquí está lo que un verdadero maestro siempre quiso
transmitirme, y a mí siempre me costó aceptar: este juego tiene un fin. Va en una
dirección.
Yo le decía al maestro que eso para mí entraba en conflicto
con el libre albedrío, y él me respondía: "Para ti no. Para tu ego".
El ego, decía el maestro, es lo que nos permite disfrutar
del camino. Pero si le damos el volante, nos desviaremos de la carretera.
Dado que en la vida hay infinitos rumbos para tomar, la
probabilidad de que, si nos dejamos conducir por el ego, el rumbo que tomemos
coincida exactamente con la verdadera senda, es de uno en infinito.
En cambio, señalaba el maestro, si soltamos el volante y
dejamos que la existencia fluya --"Padre", dice Jesús, en Lucas
22-42, "no se haga mi voluntad, sino la tuya"--, y utilizamos el ego
sólo para experimentar, sentir, gozar lo que nos brinda el universo, el único
resultado posible es una vida alineada con el plan divino.
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