Los atavíos hindúes con que suele aparecer ornamentada su
figura, hacen creer que el Buda es lejano a occidente, ajeno a la realidad de
esta parte del mundo.
Su historia, sin embargo, es llamativamente occidental.
Al Buda se le dio todo. Para que no se cumpliera la
predicción de que despertaría y renunciaría a su herencia, su padre rey se
aseguró de que al niño nada le faltara. Y no escatimó en riquezas.
Eso, si lo miramos sin atavíos hindúes, es lo que sucede con
los niños en occidente, más a menudo que en la India.
Es a los niños de occidente a quienes se les da todo. Los
padres se aseguran de que a sus hijos nada les falte, y no escatiman en
riquezas. Juguetes, golosinas, televisión, computadora, DVD...
Esa realidad, mucho más occidental que hindú, nos emparenta
con el Buda. Al igual que él, nosotros no sólo sabemos lo que es tener
resueltas las necesidades básicas de la vida, sino que conocemos los lujos. En
mayor o menor medida, todos hemos probado, de este lado del mundo, alguna
cucharadita de opulencia.
Lo cual es un excelente punto de partida, porque nos permite
comprobar algo fundamental. Nos permite saber, por experiencia propia, que ahí
no reside la felicidad.
Si allí estuviera la felicidad, si la felicidad dependiera
de tener juguetes, golosinas, televisión, computadora, DVD... no anhelaríamos
más. Anhelar más es el síntoma que denuncia el problema. Sabemos, por haberlo
vivido, que tener cosas sólo lleva a desear más cosas.
Y entonces se nos abren dos caminos.
Podemos seguir buscando por el lado de las posesiones, lo
cual sería una insistencia tan obtusa como absurda.
O podemos, como Siddhartha, elegir ser el Buda, el
Despierto.
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