Para las religiones occidentales, el acto de desear --salvo
que se trate de la mujer ajena-- no suele constituir de por sí un pecado. En
el Zen no existe el pecado, tal como se lo entiende de este lado del mundo, pero,
si lo hubiera, desear sería uno de los capitales.
En la acción de desear, para el Zen, se halla la raíz de la infelicidad
humana.
Dicen que en el pecado está el castigo, y el castigo de desear
--aquí sí hay una referencia occidental-- está acertadamente representado en el
tormento de Sísifo.
Tal como lo ilustra el mito helénico, desear implica empujar
una pesada roca hacia lo alto de una colina... sólo para verla rodar cuesta
abajo al alcanzar la cima.
El desdichado proceso se repite una y otra vez, y aún así no
aprendemos.
Sísifo lo hacía obligado por una espantosa condena. Nosotros
lo hacemos por voluntad propia.
Sabemos que la roca regresará al mismo lugar desde donde
empezamos, y sin embargo volvemos a empujarla con nuestro próximo anhelo.
Reconocer la estafa de los deseos, ver lo absurdo del inmutable
ciclo que nunca termina, es el primer paso para librarnos de un vicio que en sí
mismo conlleva el escarmiento.
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