Los
electrones giran alrededor del núcleo del átomo; los planetas giran alrededor
del núcleo del sistema solar, que es el sol; el sistema solar gira alrededor
del núcleo de la galaxia, y así funcionan las cosas.
Si el amor
es conexión, lo lógico sería que hubiera conexión, amor, entre el perímetro y
el núcleo, entre los elementos que giran y aquello alrededor de lo cual esos
elementos giran.
Si los
electrones le dieran la espalda al núcleo del átomo, si quisieran alejarse de
él, abandonarlo, escapar en la dirección opuesta; si despreciaran al núcleo del
átomo, si le negaran su amor, entrarían en una grave contradicción existencial,
y todo el universo se vería perjudicado por semejante arranque de locura.
Es lógico
que el ser humano, desde su días más arcaicos, haya adorado al sol. No debe
haber tardado mucho, el hombre primitivo, en descubrir que ese objeto brillante
en el cielo le proporcionaba factores esenciales para su supervivencia y su
bienestar. Cuando el sol se iba, había frío y oscuridad. Cuando regresaba,
había calor y luz.
Lo razonable,
por las noches, era rezar para que el sol volviera.
Más tarde,
el hombre descubrió que ese objeto no era un dios, como tampoco lo era la luna,
ni el relámpago, ni el trueno, pero siguió orando al cielo.
Reemplazó
al sol, que dolorosamente resultó no ser la deidad que creía, por diferentes dioses
cuya existencia ya nadie podría discutir, porque estaría basada en la fe.
A lo largo
de la historia, las religiones masivas han imaginado diversos dioses, con
distintos nombres, pero con algo en común: la ubicación. Salvo por algunos
cultos indígenas, que luego fueron prolijamente barridos, el hombre en general
ha situado a su objeto de devoción siempre en el cielo, donde habitaba aquel dios
primitivo que la ciencia, amargamente, le había arrebatado.
La ciencia
siguió su curso, al igual que la tecnología y las humanidades, y el hombre
evolucionó en todos los aspectos de su vida. Excepto en la religión.
Las doctrinas
dominantes siguieron enfocadas al cielo, como si continuaran encandiladas por
el sol. Nunca evolucionaron. Nunca actualizaron sus creencias, ni su mensaje.
La creencia
ha sido siempre que el paraíso está allí, donde habita el sol, y el mensaje ha
sido siempre el de buscar, por todos los medios, el ascenso al cielo, lo cual
implica alejarse de la Tierra ,
abandonarla.
En el cielo
está la salvación, la pureza. En la
Tierra está el pecado, la indecente materia. Hay que darle la
espalda a la Tierra
y mirar al cielo. Hay que huir de aquí. Hay que elevarse y escapar de este
lugar.
Ese es el discurso
de las religiones dominantes. Y no me refiero sólo a las occidentales. Aquellas
basadas en la reencarnación también hablan de que cada visita a la Tierra es un castigo, una
condena para purgar viejas deudas, y a lo máximo que puede aspirar el ser
humano es a limpiarse del karma, para, por fin, no tener que volver a este
antro de padecimiento.
Tan horrible
no debe ser la Tierra ,
porque cada vez más almas eligen venir. Las religiones, sin embargo, insisten
en apuntar en la dirección opuesta.
¿Dónde
habita Dios, según las tradiciones más populares? En lo alto.
¿Dónde
habita el enemigo de Dios, el Diablo, Satanás, Lucifer o como quieran llamarlo?
Abajo. Bien abajo. Lo más abajo posible... y lo más abajo posible es el centro
de la Tierra.
Sucede, sin
embargo, que nosotros, los humanos que creemos en todo eso, no giramos
alrededor del sol, como supondría quien escuchara nuestros clamores.
Es la Tierra la que gira
alrededor del sol. Nosotros, en cambio, giramos alrededor del centro de la Tierra.
Decir que
el Demonio habita justamente allí, en el núcleo alrededor del cual giramos;
sugerir que debemos despreciar lo terrestre, que debemos desertar de nuestro
lugar de pertenencia y evadirnos hacia el lado contrario, es tan anómalo, tan
contra natura, tan herético y tan perjudicial para el universo como que los
electrones, en lugar de amarlo, aborrecieran al núcleo del átomo.
O como que la Tierra , en lugar de amarlo,
aborreciera al sol.
-- Gustavo
Fillol Day
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