viernes, 4 de enero de 2013

Las religiones y la máxima herejía

 
Los electrones giran alrededor del núcleo del átomo; los planetas giran alrededor del núcleo del sistema solar, que es el sol; el sistema solar gira alrededor del núcleo de la galaxia, y así funcionan las cosas.
 
Si el amor es conexión, lo lógico sería que hubiera conexión, amor, entre el perímetro y el núcleo, entre los elementos que giran y aquello alrededor de lo cual esos elementos giran.
 
Si los electrones le dieran la espalda al núcleo del átomo, si quisieran alejarse de él, abandonarlo, escapar en la dirección opuesta; si despreciaran al núcleo del átomo, si le negaran su amor, entrarían en una grave contradicción existencial, y todo el universo se vería perjudicado por semejante arranque de locura.
 
Es lógico que el ser humano, desde su días más arcaicos, haya adorado al sol. No debe haber tardado mucho, el hombre primitivo, en descubrir que ese objeto brillante en el cielo le proporcionaba factores esenciales para su supervivencia y su bienestar. Cuando el sol se iba, había frío y oscuridad. Cuando regresaba, había calor y luz.
 
Lo razonable, por las noches, era rezar para que el sol volviera.
 
Más tarde, el hombre descubrió que ese objeto no era un dios, como tampoco lo era la luna, ni el relámpago, ni el trueno, pero siguió orando al cielo.
 
Reemplazó al sol, que dolorosamente resultó no ser la deidad que creía, por diferentes dioses cuya existencia ya nadie podría discutir, porque estaría basada en la fe.
 
A lo largo de la historia, las religiones masivas han imaginado diversos dioses, con distintos nombres, pero con algo en común: la ubicación. Salvo por algunos cultos indígenas, que luego fueron prolijamente barridos, el hombre en general ha situado a su objeto de devoción siempre en el cielo, donde habitaba aquel dios primitivo que la ciencia, amargamente, le había arrebatado.
 
La ciencia siguió su curso, al igual que la tecnología y las humanidades, y el hombre evolucionó en todos los aspectos de su vida. Excepto en la religión.
 
Las doctrinas dominantes siguieron enfocadas al cielo, como si continuaran encandiladas por el sol. Nunca evolucionaron. Nunca actualizaron sus creencias, ni su mensaje.
 
La creencia ha sido siempre que el paraíso está allí, donde habita el sol, y el mensaje ha sido siempre el de buscar, por todos los medios, el ascenso al cielo, lo cual implica alejarse de la Tierra, abandonarla.
 
En el cielo está la salvación, la pureza. En la Tierra está el pecado, la indecente materia. Hay que darle la espalda a la Tierra y mirar al cielo. Hay que huir de aquí. Hay que elevarse y escapar de este lugar.
 
Ese es el discurso de las religiones dominantes. Y no me refiero sólo a las occidentales. Aquellas basadas en la reencarnación también hablan de que cada visita a la Tierra es un castigo, una condena para purgar viejas deudas, y a lo máximo que puede aspirar el ser humano es a limpiarse del karma, para, por fin, no tener que volver a este antro de padecimiento.
 
Tan horrible no debe ser la Tierra, porque cada vez más almas eligen venir. Las religiones, sin embargo, insisten en apuntar en la dirección opuesta.
 
¿Dónde habita Dios, según las tradiciones más populares? En lo alto.
 
¿Dónde habita el enemigo de Dios, el Diablo, Satanás, Lucifer o como quieran llamarlo? Abajo. Bien abajo. Lo más abajo posible... y lo más abajo posible es el centro de la Tierra.
 
Sucede, sin embargo, que nosotros, los humanos que creemos en todo eso, no giramos alrededor del sol, como supondría quien escuchara nuestros clamores.
 
Es la Tierra la que gira alrededor del sol. Nosotros, en cambio, giramos alrededor del centro de la Tierra.
 
Decir que el Demonio habita justamente allí, en el núcleo alrededor del cual giramos; sugerir que debemos despreciar lo terrestre, que debemos desertar de nuestro lugar de pertenencia y evadirnos hacia el lado contrario, es tan anómalo, tan contra natura, tan herético y tan perjudicial para el universo como que los electrones, en lugar de amarlo, aborrecieran al núcleo del átomo.
 
O como que la Tierra, en lugar de amarlo, aborreciera al sol.
 
-- Gustavo Fillol Day
 
 
 

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