sábado, 5 de enero de 2013

Permítanme agregar...

 
Se supone que un texto debe sostenerse por sí mismo, sin necesidad de andamiajes. Pero es obvio que mi capacidad narrativa no ha alcanzado esas cumbres, así que aquí estoy, obligado a apuntalar con este anexo la entrada de ayer, sobre "Las Religiones y la Máxima Herejía".
 
No es grave que el hombre haya adorado al sol, creo yo, y luego haya puesto en su lugar a sus principales dioses. El hombre pude ubicar un dios allí, si quiere, como podría ubicar otro en el centro de la galaxia, y otro más en el centro del universo, alrededor del cual gira nuestra galaxia.
 
Sólo digo que el primer dios, el primer amor del hombre, su primera conexión, debería residir en el centro de la Tierra. De esa forma, en el plano espiritual respetaríamos el orden del plano físico, en el cual cada cosa está alineada y enlazada con el núcleo alrededor del cual gira, y no está mirando hacia otro lado.
 
En una segunda instancia podríamos emparentar un dios con el sol, sí, porque la Tierra gira alrededor de él, y por lo tanto nosotros también. Pero antes debería estar el dios del corazón terrestre, que es lo primero alrededor de lo cual giramos nosotros.
 
La humanidad, como decía un verdadero maestro, se encuentra, para el "Gran Calendario", en sus primeros días de vida. Apenas está aprendiendo a gatear. Y cuando abre la boca, balbucea sólo unas pocas sílabas del lenguaje cósmico. Es entendible, por lo tanto, que cometa errores, que sufra traspiés. "Ya aprenderá", decía el maestro, "ya madurará".
 
Mientras tanto, en el amanecer de su vida, la humanidad ha hecho cosas raras. Una de las más extrañas ha sido esta:
 
Donde tenía que estar su primer Dios, el hombre puso al Diablo.
 
"Son metáforas", decían algunos amigos en los comentarios de ayer, y tienen toda la razón. Pero eso lo sabemos ahora, en este tiempo. Durante muchos siglos, y para mucha gente, no fueron metáforas, sino amenazantes creencias.
 
Hoy, además de saber distinguir metáforas, sabemos de física cuántica, ciencia que cada día se acerca más a la conclusión de que creamos la realidad con el pensamiento. Entonces, si mucha gente durante muchos siglos creyó que Dios habitaba en lo alto, en el Cielo, y el Demonio en lo bajo, en lo profundo de la Tierra, y el pensamiento forja la realidad, --o, como dice Krishnamurti, la mente de un individuo no acarrea sólo su pasado, sino el pasado de toda la humanidad--, no es casualidad que nos hayamos dedicado a atacar, agredir y dañar sistemáticamente a la Tierra, como si fuera territorio enemigo, como si fuera el reino de Belcebú.
 
No estoy diciendo que no admiremos y adoremos al sol, a la luna, a los planetas.
 
Sólo digo que la caridad empieza por casa.
 
Empecemos por reorientar toda esa energía que durante siglos invertimos en la idea de que había que despreciar a la Tierra, huir de ella, salirse de este antro de decadencia. Recuperemos esa energía, cambiémosle el signo, dirijámosla a sanar la relación con el planeta, a recomponer el vínculo con nuestro hogar.
 
Aquí no habita Lucifer.
 
Aquí habitamos nosotros.
 
 
 

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