Los panes resultan muy pequeños cuando uno los come, señalaba
la poetisa Phoebe Cary, pero muy grandes cuando uno los da.
Coincido con ella en que la clave reside en la mirada. Es el
ojo el que empequeñece lo que se guarda y agranda lo que se regala.
Y el ojo responde a una costumbre, a un hábito.
Lo único que hace falta es un poco de disciplina para
cambiar esa usanza, para entrenar al ojo a corregir ese vicio, a invertir esa
errónea percepción.
El ejercicio, para quien estuviera dispuesto a hacerlo,
consistiría en mirar lo que damos a los demás sin la distorsión del ego,
observar lo que entregamos sin la angustia del desprendimiento, y ver lo poco
que realmente es, en comparación con lo mucho que tenemos.
Eso sola acción, adoptada por un número suficiente de
personas, bastaría para cambiar el mundo.
Yo no sé si Jesús hacía milagros. No estuve ahí como
testigo. Si me obligaran a opinar, 21 siglos después, diría que no. Diría que los
milagros eran en realidad metáforas de lo que verdaderamente importaba, que era
el mensaje.
Entiendo, por ejemplo, que no fue un milagro lo que
multiplicó los panes.
Fue el generoso acto de compartir.
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