Me cuesta mucho, como padre, responder "no lo sé".
Cuando mi hija de siete años, con su cerebro de cien mil
revoluciones, me pregunta para qué estamos aquí, o de dónde venimos, mi primer
impulso es volcarle mis creencias, embadurnarla con mis conceptos.
Sin embargo, aunque me cuesta contenerme, hago el esfuerzo
de contestar "no lo sé", porque siento que si respondiera otra cosa para
ahogar sus dudas, estaría asfixiando su sano acto de dudar.
Cuando logro salirme de mi rol egocéntrico de padre
sabelotodo, entiendo que lo mejor que puedo hacer por ella no es calmar su
inquietud, sino precisamente lo contrario: alentar su búsqueda.
Así que, en lugar de un sermón, le digo que no lo sé. Le
cuento que yo me hago las mismas preguntas que ella, y que buscar la respuesta
es una de las mayores aventuras --no digo "la mayor aventura", aunque
crea que lo es, porque no quiero ser absolutista ni siquiera en eso-- en la que
puede embarcarse el ser humano.
Fue gracias a esa aventura que conocí maestros y atravesé
experiencias que transformaron mi vida, y jamás haría algo para angostarle ese
camino a mi pequeña indagadora.
Además, para ser sinceros, si el mismo Sócrates admitió que
lo único que sabía con certeza era que nada sabía con certeza, decir "no
lo sé" es la única contestación verdaderamente honesta que este humilde
padre de familia puede dar.
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