miércoles, 14 de noviembre de 2012

Una teoría del 21-12-12 (Capítulo 6)

 
En la lucha por sobrevivir en el mar y en la tierra, igual a la lucha anterior de las células por sobrevivir en el caldo hirviente, cada especie buscaba diferentes maneras de adecuación a un medio que destruía cualquier intento de nueva forma de vida que no supiera adaptarse.
 
Impulsado por la energía que busca sutilizarse, el propio medio creaba, por ensayo y error, ensayo y error, nuevas especies. Algunas sobrevivían. Otras perecían.
 
Luego de infinitos ensayos y errores, el ambiente logró fecundar una especie con la que se produjo otro salto magno, similar al que se había producido con la primera célula que registró un dato y se dividió.
 
Probablemente se haya dado en ese instante, otra vez, la combinación de solsticios del Capítulo 3. La conjunción del solsticio de verano del sol sobre la Tierra --más específicamente sobre África, en este caso-- con el solsticio de verano del centro de la galaxia sobre el sistema solar. De otra forma no se explica por qué la evolución logró, un determinado día en algún punto de África, dar un paso tanto más grande que los que venía dando durante millones de años.
 
Ese día, en ese lugar, el proceso gradual de la evolución abandonó la gradualidad y dio un salto. Un salto tremendo, comparable al de la célula en el líquido bullente.
 
Y nuevamente, al igual que aquella vez, el factor clave estuvo vinculado con la captación y transmisión de información.
 
La capacidad para procesar datos y comunicarlos fue el elemento diferenciador de la nueva especie, del nuevo animal, del Homo sapiens.
 
Durante el proceso evolutivo, desde aquella primera célula hasta el hombre, las especies habían desarrollado el ADN, una forma de transmitir conocimiento de una generación a otra.
 
Este código genético permitía asegurar la supervivencia en el tiempo. Gracias al ADN, las nuevas generaciones de individuos llegaban al mundo con la información necesaria para emular a sus ancestros y prolongar la existencia de la especie.
 
El ADN, sin embargo, no se repite con absoluta exactitud. Es más bien un patrón general, al que cada individuo le agrega leves modificaciones. Los hijos no son exactamente iguales a los padres. Son parecidos en la mayoría de los rasgos, pero no idénticos.
 
En el continuo ensayo y error del medio ambiente, cuando esa leve modificación del ADN en un individuo resultaba en una mejora para la especie, que fortalecía la supervivencia, ese individuo tenía descendencia más numerosa que los demás, por su mayor capacidad de adaptación, y entonces ese ADN, con ese particular rasgo, se transmitía a mayor número de descendientes, y así la especie evolucionaba.
 
Un día de solsticio de verano en África, en la especie de los simios nació un individuo con una alteración mayor de lo normal en su ADN. Ya no una alteración leve, sino transcendental. Una alteración que lo hizo llegar al mundo con un cerebro distinto.
 
Un cerebro capaz de procesar información y comunicarla.
 
Si alguien les hubiera dicho en ese instante al agua, a los continentes, a las plantas y a los animales que el mundo había cambiado, todos ellos habrían reído.
 
"¿Qué cambió?", habrían preguntado. Y la respuesta correcta habría sido: "Nada". O en realidad: "Muy poco".
 
Al igual que en el caso de la célula en el líquido bullente, nada sucedió en el 99,999... por ciento del planeta. En todos los lugares que no eran ese lugar de África donde nació ese simio, nada ocurrió.
 
Y sin embargo, ese día, el mundo había cambiado por completo.
 
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(Mañana, jueves, el Capítulo 7)
 
 
 

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