"Valió la pena que estuviera 40 años encerrado",
dijo mi suegra.
Cuarenta y tres y medio, para ser exactos, y no fue
literalmente un encierro. Fue, más bien, un transitar por circuitos diferentes,
en los que no mucha gente me veía.
Y lo que hacía era principalmente buscar. No recuerdo un día
de mi vida en que no haya buscado.
El fruto de esa búsqueda son los textos publicados aquí, que
hoy llegan a 50.
Y para celebrar los 50, por primera vez voy a repetir una
entrada.
Elegí una de las que mejor recepción tuvo. Una de las más
comentadas y compartidas.
Antes de pegar ese texto acá abajo, aprovecho para agradecer
infinitamente cada "me gusta" y, sobre todo, cada comentario.
Inicié esta página cuando sentí que era hora de dejar de
sembrar para mí, y empezar a compartir con otros. Desde entonces me he
encontrado con cientos de personas que están en un camino parecido, lo cual ha
generado una interacción que ha multiplicado mi cultivo.
Cincuenta millones de gracias a todos, y acá va el texto
seleccionado...
UNA LEYENDA
En una antigua biblioteca, cuando Internet no existía, leí
acerca de una tribu cuyo mito sobre los inicios de la humanidad me resultó
sorprendente.
El mito decía que ciertos ángeles, en los que la tribu creía
con fervor, habían creado a los hombres.
Estos ángeles gozaban de lo que el libro señalaba como
"consciencia de unidad". Ellos sabían que eran uno solo. No se
consideraban distintos unos de otros, ni separados unos de otros. Actuaban y
pensaban como uno solo.
A ese uno le llamaban Dios.
En la narración de la tribal leyenda, el libro dedicaba
cientos de páginas a describir el gozo de los ángeles. Hasta que, finalmente,
se abría el esperado capítulo de la creación.
Contaba el relato que cierto día, por mera diversión o
curiosidad, los ángeles decidieron experimentar la individualidad.
Entonces crearon un cuerpo físico, dentro del cual transitar
el fenómeno de la separación.
A ese cuerpo le llamaron Hombre.
Los ángeles sabían perfectamente a lo que se atenían con el
experimento. Sabían que les esperaba una aventura maravillosa, pero que tenía
su precio. El precio del dolor que produce la disociación.
Ese dolor iba a estar presente en cada momento, porque el
ser que se considera ajeno a la unidad, que se considera independiente del
todo, siempre sufre. Sufre cuando no tiene algo, por el deseo de tenerlo, y
sufre cuando tiene algo, por el miedo de perderlo.
Si el ser supiera que es parte del todo, sabría que es lo
mismo que ese algo lo tenga él, o lo tenga cualquier otro. Pero no lo sabe. O
en realidad lo sabe, según el mito de la tribu, pero lo ha olvidado.
A fin de vivir plenamente la experiencia de la
individualidad, era condición, para los ángeles de la leyenda, olvidar lo que
sabían. Durante el tiempo en que fueran hombres, debían olvidar que eran
ángeles, como olvida el que sueña que se ha ido a dormir.
Sin embargo, y aquí viene lo más interesante, lo que me
pareció más revelador del mito, los ángeles, en su descenso al hombre, no
quemaron todos los puentes con su lugar de origen, no cerraron todas las
conexiones con su paraíso. No cortaron todos los lazos con su verdadera
existencia.
A fin de no quedar por completo desligados, a fin de
mantenerse en contacto con el edén de donde provenían, como el astronauta que
no abandona la nave sin cordón, los ángeles se dieron a sí mismos una llave.
Una llave para recordar que, en su estado anterior, todos
eran uno.
Una llave que despertara, en su inconsciencia humana, la
consciencia de unidad.
Una llave que les permitiera sentir, al menos por un
momento, que la individualidad se desintegra y el ser vuelve al todo.
A esa llave le llamaron Amor.